Desde el silencio, emergen las huellas de un judío, de un constructor, de un creador, de un hombre sabio, sagaz, de vocación universal; capaz de llevar a buen puerto la misión de aceptar el llamado de Dios a adoptar a su hijo unigénito. Un esposo extraordinario capaz de aceptar a María como una esposa amada, en circunstancias desafiantes; a un hombre joven y fuerte que llegó a ser un Rey en el exilio, capaz de construir las condiciones junto con su hijo para forjar un reino, que no es de este mundo. Un constructor, un creador, capaz de tomar materiales y forjarlo como herrero; o de tomar rocas y construir piedra sobre piedra un templo; lo mismo que a tomar conocimientos de su tiempo, de su historia, para formar a su hijo como una piedra angular, a enseñarle durante poco menos de tres décadas la Torá, escrita y oral, a amar a Dios con todo el corazón, con toda la mente, con toda el alma, con todas las fuerzas y el poder posible. Un escriba del reino: capaz de forjar a un rey, al mesías con los fundamentos del sacerdocio, como un profeta, a hablar como quien tiene autoridad; a formar a un arquitecto capaz de construir la iglesia, a reunir en un tiempo límite, lo que se requiriera para cambiar el rumbo de la historia. Este hombre singular, José de Nazaret, le dejó a Jesús, un legado cultural de un judío justo, le entrego las relaciones que el mismo había cultivado; le legó un entorno familiar y de un clan donde Jesús no partía de cero, sino nació en las manos de un tejedor del reino, de una luz, de un padre, amoroso que dejó unos cimientos y unas herramientas que puso en las manos de su hijo para cambiar al mundo. Esta historia estaba ahí, esperando que en este momento de la humanidad se le recordara la gran alegría que inauguró este hombre al dejarse moldear por el Espíritu Santo, desde el silencio en un momento en que llegaba la plenitud de los tiempos.