No sé qué día de agosto del año 1816 llegó a las puertas de la Capitanía General de Granada cierto desarrapado y grotesco gitano, de sesenta años de edad, de oficio esquilador y de apellido o sobrenombre Heredia, caballero en un flaquísimo y destartalado burro mohino, cuyos arneses se reducían a una soga atada al pescuezo, y, echado que hubo pie a tierra, dijo con la mayor frescura que quería ver al Capitán General.
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