Prescindiendo de los factores puramente formales de la vida contemplativa, que no afectan directamente al valor intelectual y moral del hombre, podemos decir que la espiritualidad se sitúa en cierto modo entre la verdad metafísica y la virtud humana, o, mejor dicho, que tiene una necesidad absoluta de ambas sin, no obstante, reducirse a una o la otra. La presencia en nuestra mente de la verdad metafísica es por sí sola inoperante para nuestro destino póstumo; del mismo modo, las virtudes separadas de la verdad no tienen el poder de elevarnos por encima de nosotros mismos —si es que pueden subsistir—, pues sólo la verdad puede sobrepasar el nivel de nuestra naturaleza.
Las verdades nos hacen comprender las virtudes y les dan toda su amplitud cósmica y su eficacia espiritual; las virtudes, por su parte, nos introducen en las verdades y las transforman, para nosotros, en realidades concretas, vistas y vividas.