Ser normal es ser homogéneo, y ser homogéneo es tener un centro. El hombre normal es aquel cuyas tendencias son, si no completamente unívocas, al menos concordantes, es decir, suficientemente concordantes para poder vehicular ese centro decisivo que podemos denominar el sentido del Absoluto o el amor a Dios. La tendencia hacia el Absoluto, para la que estamos hechos, se realiza difícilmente en un alma heteróclita —un alma carente de centro, precisamente, y por eso contraria a su razón de ser—. Tal alma es a priori una «casa dividida contra sí misma», y por lo tanto destinada a derrumbarse, escatológicamente hablando.
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