El prisionero de Zenda es una novela privilegiada, pues pertenece a ese extraño y selecto club de los libros que nunca envejecen. Sus ingredientes eran —y lo siguen siendo— infalibles: amores imposibles, héroes galantes, villanos inteligentes, princesas hermosas, coronas en peligro, fieles servidores… Todo ello, situado en el corazón de la Europa elegante de finales del siglo XIX: ese territorio mítico donde se cruzaban viajeros dandis realizando el Grand Tour, condesas misteriosas que tomaban las aguas en balnearios enclavados en mágicas montañas, investigadores privados tras la huella del mal en ciudades envueltas en niebla, infieles esposas fugitivas con jóvenes apuestos en el Orient Express, ladrones de guante blanco al acecho de las perlas de adineradas jovencitas que paseaban por Niza o leían a Mr. Barnabooth en la terraza de un hotel de Sorrento… El prisionero de Zenda nació tocada por los dioses y, abriéndose paso entre grandes del género, se convirtió en una de las novelas más leídas, erigiéndose además como pionera en la creación de historias ambientadas en países imaginarios.
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